La Casona de Arte de Los Toneles reabrió sus puertas
Desde el 18 de diciembre reabrió la Galería de Arte de la bodega de la Familia Millán
Leer másPor Alejandro Maglione
No siempre las barras de los bares o cafés fueron simplemente lugares de encuentro entre amigos. Históricamente, en torno al buen beber o un buen plato de comida, se formaron grupos que conspiraban contra el orden establecido; o bien eran verdaderos cenáculos donde se reunía la clase dirigente para formar una nueva corriente política; o simplemente, en sus mesas y barras se acodaba la bohemia porteña para ejercitar una suerte del dolce far niente más puro y duro.
Los patriotas de 1810 elegían lugares en torno a la Plaza Mayor o Plaza de la Victoria, como el Café de la Comedia, el De los Catalanes, o el de Marco, donde tejieron muchas ideas en las vísperas de la Revolución de mayo, ya que allí solían conspirar Mariano Moreno, Manuel Belgrano, Juan José Castelli o Bernardo Monteagudo, entre muchos otros.
En realidad, eran una suerte de despacho de bebidas, adosados a un almacén. Buenos Aires hubo de esperar hasta 1858 para contar con un Café Tortoni, que excepcionalmente llegó hasta nuestros días y adoptaría un formato que no era tan convocante de vagos malentretenidos, sino que llamaba a artistas o pensadores de extraordinario nivel.
Un comentario más del Tortoni. En la década del 30 allí funcionó una peña que se llamó Amigos de las Artes y las Letras, presidida por Benito Quinquela Martín, y para la que Celestino Curuchet, su propietario de entonces, había desalojado la vieja bodega, y así serviría de sala de reunión.
Había una consigna en su entrada: “Aquí se puede conversar, decir, beber con mesura y dar de su habilidad la medida. Pero solo el arte y el espíritu tienen el derecho de sin medida manifestarse aquí”. En este espacio, donde hoy sigue funcionando la Academia Nacional del Tango, leyó su primer cuento Roberto Arlt y, en 1930, Juan de Dios Filiberto estrenó su primera orquesta. Hasta el tímido Jorge Luis Borges la frecuentaba con su amigo Adolfo Bioy Casares.
Ahora nos interesa fundamentalmente mirar a la Buenos Aires de la Belle Époque, término francés que identifica a un período excepcional de paz en Europa, que benefició a la mayor parte del mundo y que transcurrió desde año 1871, cuando concluyó la guerra franco-prusiana, hasta 1914, cuando comenzó la Primera Guerra Mundial.
En aquellos años de fines del siglo XIX y comienzos del XX, uno de los lugares que se destacaba era aquel bar del alemán Otto Haemmerling que se llamaba Aue’s Keller (que significa el “sótano de Aue”) y donde una noche, nada menos que Rubén Darío, con un razonable nivel de alcohol etílico en la sangre, tomó una servilleta y sobre ella escribió: “El agua hace mucho daño/tanto en Francia como en Libia/ y sirve, si no me engaño,/ solamente para el baño/ pero con sales…y tibia”. Esta “obra” del autor de Cantos de vida y esperanza quedó en poder del dueño del bar, que estaba ubicado en Bartolomé Mitre 650.
Fue en ese tiempo que un vasco proveniente de los Bajos Pirineos, Pedro Eugenio Girard, comenzaba a echar andar el oficio de barman o bartender, posta que tomarían años después Pichín, Manolete o Antonietti, o Federico Cuco más acá en el tiempo, entre muchos otros.
Girard dominaba la barra del Bar Derby, a la sazón ubicado en la denominada calle de La Piedad (más tarde se denominaría con el nombre de uno de sus parroquianos que honraba el consumo etílico: el general Bartolomé Mitre). Imaginarse compartiendo una happy hour con alguno de los concurrentes sería el sueño de cualquier historiador.
Por ejemplo, allí paraba don Carlos Pellegrini, a quien el vasco le dedicó un trago bautizándolo con su nombre y que consistía en ginebra y una pequeña cantidad de una bebida que había dejado de ser novedosa: la Hesperidina. Casi diariamente se veía libando a personajes como el general Julio A. Roca, Marcelo T. de Alvear o Manuel Quintana.
Una curiosidad es que al presidente Roque Sáenz Peña le gustaba beber de la mano de Girard, pero se hacía llevar la copa a su carricoche, asomando su brazo con la copa en la mano desde la ventana para brindar con los amigos que estaban en el interior, porque no le parecía decoroso por su cargo, dejarse ver bebiendo en un bar.
También el general Bartolomé Mitre, entonces expresidente de la Nación, al beber en el salón, se hacía servir pudorosamente un trago de ginebra sola en una taza de té, anticipando lo que sería una costumbre, años después, en los bares clandestinos de la época de la prohibición de consumo de alcohol en los Estados Unidos, que usaban este artilugio para despistar a la policía. Un pionero, ciertamente…
A este Bar Derby o Bar de Girard lo recordó un cronista de la época, Lysandro Galtier, describiendo al lugar y a sus parroquianos, reconociendo a Almafuerte, Evaristo Carriego y una figura de la picaresca porteña no demasiado mentado en la actualidad, Charles de Soussens, gran personaje de la bohemia porteña, que no solía tener un peso, haciéndose invitar con “agua bendita”, un cognac de altísima graduación alcohólica que tenía escondido el dueño de casa en un rincón de su aparador.
Galtier precisa que Almafuerte era un enamorado del Chartreuse, el afamado licor monacal, al que se le atribuyen reunir 100 hierbas en su receta, dato incomprobable, atendiendo a que la receta, los santos monjes que lo elaboran, la siguen manteniendo en secreto.
En otros lugares, por caso Los Inmortales –que cerraría por primera vez en 1916– se veían también a jóvenes como José Ingenieros, Leopoldo Lugones, Roberto J. Payró, Belisario Roldán, Evaristo Carriego o Florencio Sánchez. Cuesta imaginar lo que serían esas noches abusadas de alcohol, donde muchos de esos escritores y poetas vivían de la buena voluntad de los dueños de los lugares, que les invitaban un plato de comida y algún trago, cuando no eran invitados por un parroquiano rico.
Era una Buenos Aires extraordinariamente moderna, donde brillaban también personajes como Jorge Newbery, un dandy cajetilla, gran seductor, habitué tanto de salones lujosos y exclusivos como de bares bohemios donde saca justa y merecida patente de ídolo popular.
Campeón de boxeo en 1899, 1902 y 1903, además de 3 veces campeón sudamericano de florete. Sería fundador de la aviación argentina piloteando los mejores aviones de la época, como con el que cruzó el Río de la Plata, un Bleriot Gnome de 50 HP, en una ida y vuelta realizada en el mismo día.
A veces se puede dejar correr la imaginación y soñar en hacer realidad la idea del film de Woody Allen Medianoche en París, en el que el protagonista, un escritor desconocido de nuestra época interpretado por Owen Wilson, vive la fantasía de que noche a noche es recogido en un rincón ignoto de la capital gala, por un taxi repleto de artistas e intelectuales de los años ’20, que misteriosamente lo llevan a festicholas de esos años.
Si eso se pudiera hacer, seguramente el momento elegido sería el Buenos Aires de la Belle Époque, donde ricos y famosos compartían su tiempo y tragos con personajes de la más cruda bohemia. Total, soñar, ¡no cuesta nada! Y como dijo Borges: “El pasado es arcilla que el presente labra a su antojo, interminablemente”.
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Leer másEl primer grupo hotelero español y tercero de Europa apuesta por una nueva etapa de crecimiento en el país.
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